En la mañana del 19 de septiembre de 1468, hace ya 550 años, salió la Infanta Isabel de Cebreros con dirección a los campos cercanos de Guisando con el único objetivo de reunirse con su hermano Enrique IV y así, por fin, cerrar un acuerdo que pusiese orden en un reino inmerso en las revueltas ocasionadas tras el alzamiento de su hermano Alfonso contra el bando del Rey, su propio hermano mayor.
Atrás quedaba aquel fatídico 5 de julio de 1468 cuando su hermano Alfonso fallecía en circunstancias extrañas. Seguramente, ante el cuerpo de su hermano, comenzó a vislumbrar un destino incierto sabiendo que los hombres más poderosos del reino pretenderían jugar con ella como si de una mera pieza de ajedrez se tratase. Hombres desde luego ajenos a la gran inteligencia y astucia de una mujer que supo rodearse de buenos consejeros.
Tras la muerte de Alfonso, la infanta Isabel advirtió que un enfrentamiento con su hermano Enrique perjudicaría enormemente al reino por lo que optó por iniciar una vía diplomática aprovechando el carácter conciliador del Rey.
Después de una carta escrita por Isabel a su hermano y el buen trabajo negociador de Alonso de Fonseca (arzobispo de Sevilla) y Andrés Cabrera, el rey se convenció de las buenas intenciones de su hermana. Por ello, tras las diferentes reuniones celebradas tanto en Castronuño como en Ávila durante el mes de agosto, los dos hermanos se comprometieran a firmar el 18 de septiembre la Concordia o Pacto de los Toros de Guisando, por el cual, Isabel sería reconocida como princesa heredera y legítima sucesora al trono de Castilla.
En este contexto nos tenemos que imaginar a una joven de 17 años que acaba de perder a su hermano, con la cabeza llena de dudas e incertidumbres, en un mundo de hombres, montada a los lomos de una mula cuyas bridas portaba el arzobispo Carrillo camino a encontrarse con su medio hermano el 19 de septiembre para ratificar ante notario lo ya firmado el día anterior. Un medio hermano al que había desafiado en varias ocasiones y que seguramente tramaba apartarla del reino. Desde luego había motivos para desconfiar. La infanta sabía que dos de los puntos importantes que tenía que tratarse antes de ratificar el documento eran, sin lugar a duda, el exilio de Juana de Avís y Juana “la Beltraneja” a Portugal (mujer e hija de Enrique IV respectivamente) por un lado, y especialmente, su futuro matrimonio por el otro.
Con respecto al primer punto encontramos como curiosidad que, aunque inicialmente el rey aceptó proceder a la anulación de su matrimonio con Juana de Avis, Enrique quiso que estuviera presente en el acto de los Toros de Guisando desafiando a su hermana de forma patente y a la vista de todo el reino en lo ya pactado. Sin embargo, Juana huyo de Arévalo embarazada de gemelos y acompañada de su amante Pedro de Castilla y Fonseca.
Con respecto al segundo punto, Isabel sabía que pretendían casarla con Alfonso V de Portugal. Aunque a priori pareciese una buena alianza entre los dos reinos llevaba oculta una trampa. En realidad, Enrique pretendía que se celebrase una doble boda puesto que su hija Juana se casaría con hijo de Alfonso V de Portugal. Con ello Isabel sería reina consorte de Portugal mientras que un descendiente de Juana heredaría ambos reinos. Si en el tema de Juana de Avís la fortuna y la evidente infidelidad sonrió a Isabel, en esta última cuestión fueron su inteligencia y astucia los puntos clave aceptando que su hermano le presentara pretendientes, pero con la salvedad de que sólo aceptaría casarse siempre que fuera contando con su aquiescencia.
Al llegar Isabel al punto de encuentro pronto se hizo evidente el carácter conciliador del rey y el negociador de ella. Cuando Isabel llegó a la altura de su hermano descabalgó para proceder a besarle la mano, muestra de su sincera fidelidad y de su aceptación como único rey legítimo pero su hermano lo impidió mostrándole su amor fraternal abrazándola y proclamandola “princesa primera y legítima heredera…”.
Finalmente, el texto sería leído y ratificado la mañana del 19 de septiembre actuando como notarios Fernando de Arze y Juan Brisyon que levantaron acta de todo lo acontecido en ese encuentro. Concurrieron a esta ceremonia muchos prelados, caballeros e innumerables testigos de aquella solemnidad, a la cual faltó para ser completa la presencia de los procuradores de las ciudades y villas del reino.
La jura de la Princesa fue confirmada en las Cortes de Ocaña de 1469. A partir de ese momento Isabel pasa a ser la Princesa de Asturias, título que ostenta el heredero de la corona de Castilla desde 1388 cuando se firmó el tratado de Bayona por el cual, Juan de Gante y su esposa renunciaban a los derechos sucesorios castellanos en favor de su hija Catalina y Enrique III, hijo primogénito de Juan I de Castilla. Gracias a este tratado finalizaría la lucha dinástica entre las casas castellanas de Borgoña y Trastámara otorgando legitimidad a la rama Trastámara y creando el título de Príncipes de Asturias.
Por Eva María Quevedo Nieto.
Directora de proyectos y gestora cultural.
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