El siglo XV castellano fue una época en la que la política parecía una partida interminable de ajedrez: nobles ambiciosos, reyes inseguros, alianzas familiares traicionadas y tratados que eran más treguas que soluciones. En ese tablero destacan tres piezas clave: Juan II de Castilla, Álvaro de Luna y el infante Juan de Aragón, primo del rey y futuro monarca aragonés.

Vamos a contextualizar este tema. Si eres lector habitual de nuestro blog, ya estarás familiarizado con cómo la dinastía Trastámara —surgida en el siglo XIV tras la guerra civil entre Pedro I y Enrique II— acabó dividiéndose entre las coronas de Castilla y Aragón. Esa partición se consolidó tras el Compromiso de Caspe (1412), cuando Fernando de Antequera, nacido en Medina del Campo, infante de Castilla y futuro abuelo de Fernando el Católico, fue elegido rey de Aragón. Desde entonces, sus descendientes —los infantes de Aragón— mantuvieron una intensa presencia en la política castellana, no solo por sus lazos de sangre con el monarca Juan II de Castilla, sino también por los extensos señoríos que poseían en tierras castellanas.

En este contexto, figuras como el infante Juan de Aragón, futuro rey de Aragón y padre de Fernando el Católico, desempeñaron un papel clave en los conflictos internos castellanos. Uno de los momentos culminantes de esa tensión fue la firma de la Sentencia de Medina del Campo (1441), que puso fin —aunque solo temporalmente— a la guerra abierta entre Castilla y Aragón. Pero para entender cómo se llegó hasta allí, es necesario repasar las alianzas, traiciones y rivalidades familiares que marcaron el reinado de Juan II de Castilla.

Juan II (padre de Isabel la Católica) accedió al trono en 1406 con menos de dos años de edad. Su reinado estuvo marcado desde el principio por regencias y tutelas: primero, la de su madre Catalina de Lancaster y su tío Fernando de Antequera (futuro Fernando I de Aragón); más tarde, por la poderosa figura de su valido Álvaro de Luna, un hombre de origen relativamente modesto dentro de la nobleza, pero con un talento político y militar extraordinario.

Álvaro de Luna, probablemente hijo ilegítimo de una familia nobiliaria menor, si atendemos a las habladurías de la época y a la reputación de su madre, entró al servicio del infante Juan (el futuro rey). Pronto se convirtió en su consejero de confianza. Inteligente, ambicioso y hábil en las alianzas cortesanas, Luna defendía el fortalecimiento del poder real frente a la fragmentación de la alta nobleza. Fue el arquitecto de un proyecto de consolidación monárquica que chocaba con una amenaza creciente: los infantes de Aragón, herederos del antiguo regente y hermanos del rey aragonés Alfonso V.

Luna era visto por estos infantes y por parte de la nobleza castellana como una amenaza directa a su influencia. No solo por su cercanía al rey, sino porque empezaba a desplazar a las grandes casas nobiliarias de los puestos clave de gobierno. Cuando Juan II lo nombró condestable de Castilla en 1423, se prendió la mecha, al convertirlo oficialmente en el hombre más poderoso del reino tras el monarca. La nobleza tradicional —especialmente los infantes aragoneses— lo consideraba un intruso cuyo ascenso bloqueaba sus propios intereses.

Uno de esos infantes fue Juan de Aragón, hermano menor de Alfonso V. Al principio, el infante Juan apoyaba a su primo Juan II de Castilla, con quien compartía tanto vínculos familiares como intereses políticos. De hecho, poseía extensas propiedades en tierras castellanas, entre ellas importantes señoríos como Olmedo, Peñafiel o Medina del Campo, villa de gran relevancia económica y política, y con creciente peso en las ferias internacionales del comercio.

Escudo del infante Juan antes de su boda con Blanca de Navarra.  Heralder – Pardo de Guevara, Eduardo. Manual de heráldica española; Madrid: Edimat libros, 2000; p. 87. ISBN|ISBN 84-8403-309-0;, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=14951186

 

El secuestro del rey: Tordesillas, 1420. Un golpe al poder real.

En uno de los episodios más singulares del periodo, el infante Enrique de Aragón, otro hermano del infante Juan, aprovechando que su hermano Juan se encontraba en Navarra para casarse con Blanca de Navarra, retuvo al rey Juan II en Tordesillas en 1420, con la justificación de «protegerlo» de las malas influencias, es decir, de Álvaro de Luna. El suceso, calificado por la historiografía como un auténtico «secuestro político», puso de manifiesto la fragilidad de la posición del rey.

La respuesta no tardó. Álvaro de Luna, con el apoyo de nobles leales, y del infante Juan organizó la recuperación del monarca. Este episodio no solo afianzó el papel de Luna como hombre fuerte del reino, sino que marcó el inicio de un conflicto prolongado entre el rey y sus primos aragoneses. Sin embargo, las tensiones con Álvaro de Luna y su creciente protagonismo en la corte castellana llevaron al infante Juan progresivamente a cambiar de posición. Con el tiempo, se alineó con el bando aragonés liderado por su hermano Alfonso, rompiendo con el rey castellano e implicándose directamente en el conflicto.

Retrato de Álvaro de Luna († 1453). Capilla de Santiago. Catedral de Toledo, (España).

La guerra entre Castilla y Aragón.

Las tensiones derivaron en una guerra abierta entre Castilla y Aragón a partir de 1429. Alfonso V, rey de Aragón, apoyado por sus hermanos —entre ellos el infante Juan—, invadió territorio castellano, mientras la nobleza de ambos bandos se dividía entre lealtades familiares y ambiciones políticas.

El conflicto, aunque breve, fue intenso y causó gran inestabilidad. La confrontación amenazaba con prolongarse indefinidamente, por lo que ambos bandos optaron por la vía diplomática con la firma el 16 de julio de 1430 de la Tregua de Majano.

Inicio del fin para Álvaro de Luna: los años entre Majano y Castronuño.

La Tregua de Majano supuso una victoria política y militar para Castilla, y especialmente para el condestable Álvaro de Luna, que desde entonces consolidó su autoridad como figura dominante en la corte del rey Juan II. Durante los años siguientes, Luna acumuló cargos, aliados y poder, desplazando a buena parte de la alta nobleza castellana, que pronto empezó a mirar con recelo su creciente influencia.

A partir de 1435, este malestar se convirtió en oposición abierta: antiguos aliados se convirtieron en enemigos, y comenzaron a tejerse alianzas entre linajes como los Enríquez, los Pimentel o los Manrique, decididos a frenar lo que veían como una dictadura del valido. La chispa definitiva llegó en 1437 con el arresto de Pedro Manrique, lo que desencadenó una rebelión armada que inició una auténtica guerra civil. Castilla entraba así en una década de inestabilidad, donde la lucha por el poder entre el condestable y la nobleza marcaría cada decisión política.

El Acuerdo de Castronuño: un respiro tenso en plena guerra nobiliaria.

En plena guerra civil castellana, marcada por luchas entre bandos de nobles y un rey cada vez más presionado, el Acuerdo de Castronuño de 1439 representó un intento temporal de apaciguar el conflicto. Fue, en esencia, un pacto entre dos facciones enfrentadas: la del condestable Álvaro de Luna, aún poderoso en la corte, y la Liga nobiliaria, una coalición de grandes casas descontentas con su influencia.

Esta alianza pidió abiertamente el destierro del condestable y su entorno, alegando que el rey debía recuperar su “libre albedrío”.

En este contexto, se intentó una mediación liderada por Juan (Rey consorte de Navarra, infante de Aragón, primo y cuñado del rey). Aunque una primera reunión en Tordesillas fracasó, finalmente, en la villa de Castronuño, se alcanzó un acuerdo: Álvaro de Luna sería apartado de la corte por seis meses y no podría intervenir en los asuntos de los infantes de Aragón ni de los nobles enfrentados a él. A cambio, la Corona compensaría económicamente a los infantes por las propiedades confiscadas tras la guerra castellano-aragonesa de 1430.

Pese a su aparente neutralidad, el acuerdo beneficiaba claramente a la Liga nobiliaria, que logró apartar momentáneamente al hombre más influyente de Castilla sin derramar sangre. Sin embargo, Luna no tardó en romper las condiciones, manteniendo comunicación con el rey a través de sus aliados en la corte, lo que reavivó las tensiones. Esta desobediencia desembocaría en la intervención directa del rey de Navarra y en un episodio aún más escandaloso: la huida del rey Juan II de Madrigal en enero de 1440.

La Sentencia de Medina del Campo (1441).

Imagen generada por IA. Juan de Aragón entrando en Medina del Campo.

A comienzos de 1441, en plena escalada de tensión entre el rey Juan II y los infantes de Aragón, el conflicto político y militar se extendió a múltiples frentes del reino. Juan II, reforzado por su alianza con Álvaro de Luna, inició una ofensiva para recuperar el control sobre territorios clave. Uno de los objetivos principales fue Medina del Campo, ciudad de gran valor estratégico, económico y simbólico, ya que pertenecía a Juan de Navarra por herencia paterna y era, además, su lugar de nacimiento, lo que le unía estrechamente a ella tanto emocional como financieramente por las importantes rentas que le proporcionaba.

El 15 de mayo de 1441, tras un movimiento coordinado con el condestable Álvaro de Luna, el ejército real logró tomar Medina del Campo, así como el Castillo de la Mota y la villa de Olmedo, arrebatándolas al bando de Juan de Navarra que en ese momento se encontraba ayudando a su hermano Enrique. Esta acción supuso una declaración directa de enfrentamiento por parte del monarca contra la Liga. Como respuesta, las fuerzas contrarias al rey se dirigieron a Medina del Campo para reconquistarla.

El 28 de junio, las tropas de la Liga, encabezadas por Juan de Navarra, lograron entrar en Medina del Campo por sorpresa y sin apenas encontrar resistencia. A pesar de que el ejército real contaba con unos 3.000 soldados, estos optaron por no combatir. Más que una decisión táctica, fue una muestra evidente del descontento creciente hacia Álvaro de Luna, incluso dentro de sus propias filas. Así, la ciudad y el Castillo de la Mota cayeron sin apenas oposición. El rey Juan II fue hecho prisionero —aunque tratado con respeto—mientras el condestable tuvo que retirarse con premura junto a sus más fieles. La escena ilustraba con claridad hasta qué punto la autoridad de Luna se encontraba erosionada, incluso entre aquellos que debían defenderla.

Este movimiento fue clave para la posterior firma de la Sentencia de Medina del Campo, un acuerdo que buscaba poner fin a un largo período de conflictos y tensiones entre Castilla y los nobles castellanos y aragoneses, así como dentro de la propia familia Trastámara.

El 3 de julio de 1441 se firmó en Medina del Campo la sentencia de paz entre Juan II de Castilla y los infantes de Aragón, un intento de poner fin al prolongado conflicto político y familiar que había debilitado a la monarquía. El documento fue ratificado oficialmente el 9 de julio, lo que dio validez formal a sus acuerdos tras las negociaciones iniciales.

Los términos del acuerdo incluían:

  • El cese de hostilidades entre en rey y los nobles castellanos, y, por ende, de Castilla y Aragón.
  • La reafirmación del poder de Juan II sobre sus reinos.
  • El alejamiento de 6 años de Álvaro de Luna de la corte.
  • Devolución a ambos bandos de los castillos, plazas y villas ocupadas durante los años de enfrentamientos.
  • Boda de Enrique y Juan de Navarra con Beatriz de Pimentel y doña Juana Enríquez, hijas de grandes miembros de la Liga.
  • Creación de una comisión y del consejo Real que sería rotatorio.

Aunque la sentencia aparentaba una solución equilibrada, en realidad respondía a la necesidad urgente de evitar una guerra prolongada. Para los infantes aragoneses, suponía el reconocimiento de ciertas compensaciones por sus pérdidas anteriores; para Álvaro de Luna, significaba un revés temporal que, sin embargo, no pondría fin a su influencia.

Álvaro de Luna: ¿válido o villano?

Si algo demuestra el siglo XV es que tener poder en Castilla venía con un precio alto, y Álvaro de Luna lo pagó con intereses. Durante el transcurso de la guerra civil, sus adversarios desplegaron una campaña de desprestigio digna de manual: lo acusaron de homosexual (acusación que, como dijo uno de sus contemporáneos, «fue siempre más denostado en España que por alguna que hombre sepa»), de haber hechizado al mismísimo Juan II —«el dicho condestable tiene ligadas e atadas todas vuestras potencias corporales e animales por mágicas e deavolicas encantaciones»— y, por si fuera poco, de querer ser más rey que el propio rey.

Pero las críticas no acababan ahí. Le reprochaban desde el olvido de su cuna hasta una ambición desmedida por superar «a todos los grandes e nobles de vuestros reynos». Según sus detractores, había acaparado el tesoro público, controlado las cecas, aumentado los tributos más de la cuenta y canalizado el erario real hacia su peculio personal, con depósitos incluidos en la banca veneciana (porque hasta en eso era refinado). También lo acusaron de fomentar el juego ilegal, manipular elecciones eclesiásticas, comprar bienes de la Iglesia (eso sí, siempre en perjuicio del fisco), y repartir mercedes y cargos como si fueran cromos.

Por si eso no bastaba, decían que coaccionaba al consejo real, usurpaba funciones municipales, se hacía con capitanías de castillos como quien cambia de sombrero y, en general, suplía al monarca en casi todo salvo en el retrato oficial. Y aún quedaban los abusos de poder hacia sus enemigos: fomentar la cizaña entre los grandes, perseguir a los infantes de Aragón, ordenar asesinar a varios nobles y encarcelar a Pedro Manrique.

Colecta para sepultar el cadáver de Álvaro de Luna, de José María Rodríguez de Losada. 1866. (Palacio del Senado, Madrid).

Con semejante lista de cargos, uno se pregunta cómo seguía en pie el condestable. Tal vez la clave estuvo en su capacidad para sobrevivir a intrigas, batallas, traiciones… y hasta a una familia real que, en ocasiones, parecía más enemigos suyos que de los propios detractores del rey. No en vano, como señala César Álvarez, los asaltantes de Medina del Campo contaron con el apoyo ni más ni menos que de la reina María, esposa de Juan II, y del príncipe de Asturias don Enrique, lo que «da al golpe un cierto revestimiento de legalidad, aunque ello suponga poner de manifiesto la ruptura del matrimonio regio». La alta política del siglo XV tenía un aire a tragicomedia cortesana difícil de igualar.

Por supuesto, esta acumulación de enemigos y rumores acabó pasándole factura. Años más tarde, en 1453, Álvaro de Luna fue detenido por orden del propio Juan II —quien, finalmente, decidió prescindir de su “hechicero” de cabecera—.

¿Cómo acabó todo para Álvaro de Luna? Su juicio, su muerte y su entierro aguardan en una próxima entrega.

Colecta para sepultar el cadáver de Álvaro de Luna, de José María Rodríguez de Losada. 1866. (Palacio del Senado, Madrid).

Para no dejarte con la intriga, y como pinceladas rápidas, aquí va un adelanto: en Valladolid, tras un juicio que fue más pantomima que proceso legal, Álvaro de Luna fue finalmente ejecutado. Dicen que subió al cadalso con la misma elegancia con la que solía bajar del caballo: gesto altivo, capa bien colocada, y sin perder la compostura. Todo un final para quien gobernó Castilla en la sombra… aunque otros dirían que lo hizo a plena luz del día.

De estos Juanes a los Reyes Católicos.

El infante Juan de Aragón, enemigo ocasional del rey Juan II de Castilla, acabaría reinando como Juan II de Aragón en 1458. Fue padre de Fernando el Católico. Por su parte, Juan II de Castilla sería padre de Isabel la Católica, fruto de su segundo matrimonio con Isabel de Portugal.

Curiosamente, ambos parientes enfrentados fueron, en definitiva, los abuelos de los Reyes Católicos. La historia, de forma irónica, terminaría viendo cómo los nietos de estos rivales unificaban las coronas divididas por sus conflictos.

Y Medina del Campo, lugar de la sentencia en 1441 y propiedad del padre de Fernando, pasaría a ser la residencia favorita de Isabel la Católica y el centro político de la nueva monarquía. Allí murió en 1504, cerrando el ciclo iniciado por las luchas internas de la dinastía Trastámara.

En definitiva, la Sentencia de Medina del Campo de 1441 no fue una paz definitiva, sino una tregua tensa entre reinos y parientes. Refleja el drama de un siglo dominado por luchas internas, donde los vínculos de sangre no garantizaban lealtades y donde cada alianza era frágil. Fue un intento de restaurar un orden imposible, una pausa en una guerra que seguiría su curso hasta el definitivo ascenso de los Reyes Católicos.

Por Eva María Quevedo

Directora de proyectos y gestora cultural.

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